El silencio más largo de Juan Ortega

 En los carteles de relumbrón, el nombre de Juan Ortega siempre es sinónimo de expectación. Su aroma clásico, su forma de entender el toreo como un arte y no como una estrategia, y esa capacidad de emocionar con un simple muletazo lo convierten en uno de los toreros más esperados por la afición. Pero esta vez, en Santander, no fue su tarde. Tampoco su feria. Lote imposible… y errores propios

Tuvo uno de los peores lotes de la corrida de Domingo Hernández, una ganadería que se presentó desigual, de clase justa y fuerzas medidas. El segundo toro, muy cuajado pero sin entrega, nunca rompió hacia adelante. Se movió con genio, con la cara alta, sin humillar. Ortega intentó bajarle la mano, provocarlo con la suavidad que lo caracteriza, pero el toro respondió con complicaciones y medias embestidas.

La faena no encontró profundidad ni cadencia. Faltó conexión con los tendidos, y el trasteo, aunque pulcro, resultó plano y extenso, sin altibajos ni clímax. Luego, el fallo a espadas desdibujó aún más su actuación, quedando al borde de los tres avisos. Un silencio frío despidió su paso por ese primero, como el eco de una música que nunca sonó.

El tiempo, enemigo del quinto

Si el segundo era manso y genioso, el quinto tampoco ofrecía opciones reales. Una embestida sin celo, desentendida, con la cara suelta, fue la materia prima con la que Juan Ortega intentó armar un trasteo que nunca despegó. Lo intenté con firmeza, aguantando parones, tratando de ligar pese al viento en contra del toro. Pero el enemigo no estaba solo en el animal: la faena se alargó sin rumbo, y el reloj del presidente comenzó a ser protagonista.

Con el tiempo vencido, la espada volvió a fallar y el torero rozó de nuevos los tres avisos. Fue el reflejo de una tarde donde la inspiración no apareció y el templo habitual quedó en la mochila.

¿Y ahora qué?

No es la primera vez que Juan Ortega tiene tardes planas. Su concepto, tan ligado a la inspiración y al temple natural, le exige condiciones mínimas del toro para expresarse. Y cuando no las hay, el silencio suele ser más largo que el de otros toreros. Pero también es cierto que cuando encuentra el toreo, lo sublima de tal forma que compensa varios silencios.

En Santander no fue el Ortega de Sevilla, ni el de Córdoba, ni siquiera el que insinuó con aquel toro de Juan Pedro. Fue un torero plano, algo frío, demasiado sujeto al toro y sin chispa. Lo cierto es que su paso por la feria dejó más preguntas que respuestas, en un momento clave de su temporada.

Conclusión

Juan Ortega se fue de Santander sin tocar pelo y sin mostrar su mejor versión. La inspiración no se impone, pero el reloj y la espada sí exigen oficio y resolución. Esta vez, no hubo ni arte ni eficacia. Solo el eco de lo que pudo ser.

La afición, que tanto lo espera, seguirá guardando. Porque cuando aparece, lo suyo no es de este mundo. Pero esa magia no apareció en Cuatro Caminos.

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